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  Amor Virtual
 

Amores virtuales

 

Cuando creamos vínculos electrónicos de carácter particular con desconocidos distantes, nada más hacemos que un simple ejercicio de retórica, pues en realidad no somos más que una hipótesis, el prólogo de nosotros mismos, el preámbulo de la realidad tangible.

Nacemos, crecemos y vivimos el uno sin el otro, y nos guste o no, así es y será. Por eso, aunque permitamos que la esperanza viaje libremente por los canales electrónicos, en las relaciones virtuales siempre debemos ser prudentes, pragmáticos y exigentes.


En la red debemos exigir el pasto cortado, las hormigas catalogadas, los árboles centenarios, el derecho de poder deshojar los pétalos de Internet uno a uno, letra por letra, sin el riesgo de que seamos engañados por el primer impostor disfrazado de Apolo o de Venus que nos diga ¡hola! desde el otro lado de la pantalla.

Usando el teclado como aguja y las palabras como hilo, debemos bordar una autopista cibernética sin esquinas ni atajos, que nos conduzca a un puerto marítimo cuyo cielo esté repleto de gritos de alegría y navegado por gaviotas idílicas, y en el cuál podamos amarrar y escribir sin recelo nuestra dirección electrónica, y aceptar sin temor la invitación de nuestra imaginación para tomar un aperitivo hecho de vino lleno de preguntas y de distancia hueca de respuestas.

Está determinado en el guión de la opereta internáutica que somos los actores principales y los únicos espectadores del juego del hagamos-de-cuenta.

Cada uno en su lecho y cada cama en su mundo, y en el medio la certeza de que en uno de los lechos habitará una presencia eléctrica y desamparada, y en el otro un perfume ecléctico y solitario, y en ambos, una perplejidad hermafrodita agonizando de tanto esperar, cansada de saber que nunca se transformará en realidad.

Imposible es el apodo, el nombre y el apellido del juego virtual, que se vale de la impunidad como bastón para mantenernos erectos dentro de esa red de punto de cruz en la cual los vacíos importan más que sus propios límites.

Nuestros papeles en la trama están más que bien delineados. Somos fotógrafos de ilusiones descartables, fabricantes de esperanzas infundadas, prestidigitadores de emociones tridimensionales, ventrílocuos de frases hechas, vendedores de sueños portátiles, mercaderes de falsas realidades.

Sí, Realidad: esa es la materia prima que en el territorio del idilio virtual se desconoce por completo. Y sin ella los sexos no se tocan ni los ojos se dilatan ni la piel responde a la caricia ni la boca tiembla mientras espera el beso.

Ese es el territorio que compartimos en este micromundo de impulsos eléctricos, y es fundamental que conozcamos el ámbito de la fantasía, así como sus fronteras inviolables, pues apenas dentro de ellas podremos cristalizar la imagen del otro, sus gestos y sabores, sus juramentos y promesas.

Nada más debemos esperar ni proponer. Nada, nada más. Que no es poco, ni es todo. Es tan sólo el mundo del tal vez, en la galaxia del casi, en el universo del más o menos.

Alejarse de ese principio es una invitación para el tropezón en la cáscara de banana que la virtualidad arroja a nuestros pies, pero - he aquí el gran PERO si conociendo los peligros aún así intentamos transformar electricidad en realidad, aceptando el riesgo como quien juega en la Bolsa de Valores, debemos saber que los dolores del tropiezo virtual serán muy pero que muy reales, y que ante la falta de un botón mental para borrarlos de nuestra memoria, apenas el Tiempo, en su caminar vagarosamente exasperante, podrá eliminarlos de la Base de Datos de nuestro registro sensitivo.

Esas son las reglas del juego y sus alternativas. Que cada uno elija su camino y asuma las consecuencias de su opción.


©Lila Bonet

 

 
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